Hoy he encontrado este cuento. Se titula «La cinta». Lo escribí hace 15 años.
Estoy limpiando cajones, una copia impresa estaba escondida ahí desde entonces. Un profesor mío decía que la sociedad permite lo que no prohibe. A estas alturas no estoy segura. La terraza de la finca en que todo sucede es hoy es un espacio prohibido por la cuarentena al que no podemos acceder, la foto es de antes de la prohibición. Los sueños de la niña que fui y de la joven que los contó pasan hoy por el tamiz de un mundo nuevo, de un paradigma en construcción que cuestiona todo lo aprendido y todo lo por aprender, que asimila la pérdida de libertades en nombre del miedo, que se aferra a esa pérdida de libertad presente como garantía de libertad futura. Una sociedad no solo permite lo que no prohibe, sino lo que alienta, lo que impulsa, en aquello que deposita su confianza interior.
Mis aspiraciones infantiles se parecen tanto a los anhelos de los niños y las niñas de hoy, en un 2020 sin terrazas, sin librerías, sin orquestas, sin competiciones… que da mucho que pensar.
Aquí os lo comparto, con amor.
LA CINTA
«Yo iba para campeona del mundo de gimnasia rítmica. Lo descubrí, sin embargo un poco tarde, cuando televisaron los Juegos Olímpicos de Moscú y el osito Misha, hoy descaradamente plano y robotizado, saludaba a la audiencia en una tele todavía sin mando a distancia y dos canales monocromos.
Asistí con devoción religiosa a todos los ejercicios televisados de pelotas, maza, cinta, aro y cuerda sin apenas cerrar la boca. Con esa capacidad de aprendizaje tan poderosa que tenemos a los diez años tomé buena nota de la postura, de la sonrisa y de la disciplina de equipo necesaria para realizar los ejercicios y escuchar después, entre abrazos y lágrimas, las calificaciones. Por ello, antes de conocer el medallero oficial yo, la que fuera campeona olímpica de los juegos del imaginario, ya había comenzado los entrenamientos veraniegos en una terraza comunitaria, entre colchas y pinzas, achicharrada por el sol mediterráneo en una ciudad de provincias.
Mi madre, eficiente diplomada en corte y confección, desarrolló un modelo de cinta de algodón a base de tiras de sábanas viejas unidas entre sí hasta conseguir los seis metros de longitud oficiales. Y mi padre, técnico en electrónica, encontró en su taller de reparación una antena de televisión extensible que hizo las veces de varilla a la que anclar la cinta. Con el aparato listo, un bañador rojo lleno de arena de playa por todo maillot y una cola de caballo bien alta que me estirara los párpados hasta parecerme a la Audrey Hepburn de ‘Vacaciones en Roma’, me subí a la terraza manteniendo firmes los empeines y comencé a pelearme con el viento del Levante para hacer volar la falsa cinta tan alta como mi imaginación quisiera, alcanzando la luna al estilo ‘Que Bello es vivir‘ y siempre por encima de mi cabeza bien situada. Cabe decir que el algodón era más pesado que las nubes y en ocasiones la campeona que llevaba dentro cedía fácilmente a dejar de entrenar a la hora de la merienda dejando por imposible aquel armatoste hecho con más cariño que consistencia.
Algunos meses después los Reyes Magos dejaron en casa una cinta de seda verde de seis metros con su varilla de verdad. Volaba más alto y respondía diligentemente al brío de mi brazo y al capricho de unos ejercicios trabajados con absoluto rigor coreográfico. Aquella cinta, con su carácter oficial me aproximaba mucho al pódium y hacía que los entrenamientos fueran duros y exhaustivos, lo había leído en algún sitio. Elegí la música de los ejercicios con mucho acierto una mañana de domingo en el rastro de la Plaza Redonda. Glenn Miller y Tchaikovsky se subían a la terraza metidos en un radiocasete de pilas gordas y las vecinas tendían sus bragas al ritmo de ‘In the Mood‘ o ‘La Patética‘. Pero yo ya tenía once años, pronto tendría doce y mis padres seguían sin encontrar una academia que me preparara para estar en Los Ángeles apenas dos años después ganando el Oro, siendo televisada mientras el entrenador me cubría con la chaqueta del chandal para no coger frío después de realizar con mucho éxito mi ejercicio…. ¡Ay! Y yo saludaba al otro lado de la pantalla, con una lágrima en la mejilla tipo Escarlata O’Hara, a los que siguen en Tara.
Así que sobra decir que no llegué a Los Ángeles a los catorce años y que para entonces la cinta, a la que hube de cortar en varias ocasiones el extremo deshilachado de tanto entrenar sobre terrazas de barro, dejó de tener los seis metros reglamentarios y acabó en un cajón con la flauta de madera y la colección de calendarios de bolsillo que había comenzado en 1974.
Poco tiempo después me dediqué a torturar aquel mismo suelo con los patines, una pequeña venganza tal vez, hasta que las vecinas me expulsaron de la azotea por razones de goteras y bajé a los confines de la calle a patinar entre mercaderes de sueños químicos y solares habitados por heroínas y nada bellos durmientes. Menos mal que para entonces se estrenó ‘Flashdance‘ y la cosa adquirió matices más acordes con mi propia coyuntura un tanto suburbial y marcada más por el talento innato que por una adecuada formación. Así que, a modo de chapines mágicos sustituí la cinta y los patines por unos calentadores a rayas y cambié el camino amarillo de las olimpiadas por el de ser una brillante bailarina marcada por el estigma de la Pavlova.
En 1984, mientras otra escuchaba su himno de oro en Los Ángeles yo lograba que me apuntaran a una recién abierta escuela de Jazz, mi premio personal, aunque tuve que dejarlo poco tiempo después porque el gerente se excedía con los masajes y la denuncia de una alumna acabó con el cierre del garito y con todos los posibles exercices à la barre imaginados.
Poco a poco desaparecieron las niñas del Baby boom de las azoteas y las calles. Nos hicimos grandes y potencialmente vulnerables y mis padres consideraron oportuno buscar un instituto en el centro de la ciudad que es precisamente donde la gimnasia quedó reducida a dos horas semanales y empecé a apreciar el olor corporal de los chicos, dato que hizo menguar considerablemente la tristeza de no ser campeona olímpica de gimnasia rítmica, ir adquiriendo culo de secretaria talentosa y acabar pareciéndome mas a Elvira Lindo que a Audrey Hepburn.
Perdí my Rosebud particular (que tenía forma de cinta porque aquí no nieva nunca) y ahora sueño con que Elvira necesite de una doble audaz y me invite a New York para ir a las librerías más tediosas a firmarle los autógrafos que no le apetezca firmar mientras ella escribe, acude a fiestas glamurosas o coge el metro rodeada de benditos estímulos narrativos. Cualquier actividad será más divertida que quedarme sentada en casa con un bocadillo de Nocilla en la mano mientras jovencísimas atletas con cintas de seis metros pasan 55 días de oro en Pekín.»
Yo no sabía entonces aún que iba a ser TREMENTINA LUX.
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