Quién soy y qué hago

Soy TREMENTINA LUX, soy artista plástica, teórica y práctica de la comunicación audiovisual y los estudios de género. Pinto, escribo, leo, locuto, diseño, fotografio, reflexiono y analizo. Todo esto, sobre todo, me hace evolucionar como profesional y como persona, me motiva y me divierte. Creo este contenido para ti, que me lees y para mí, que también me leo. Soy del mundo y vivo en Valencia.

Translate:

Redes Sociales:

El muso, la musa y el postre de chocolate*

“Dos personas se conocen, dos artistas. Conectan. ELLA le dice a ÉL: –Aspiro a inspirarte. ÉL le dice a ELLA: –Ya lo haces. Al despedirse, ELLA le dice en tono de confesión: –En realidad eres mi muso. –Me gusta. Dice ÉL: –Suena a postre de chocolate.”

El arte y la inspiración

Cuando un mortal crea algo que le transciende, eso que sale es incontrolable. Esto es así, aunque se controle la técnica, y el discurso y las formas. Lo que sale se emancipa de quien lo ha creado. Si esa autonomía de la obra es incómoda, aún lo es más el hecho de que la obra pueda decidir no salir nunca al exterior. A eso que puede salir o no, tan frágil, lo llamamos arte.

La inspiración es el nombre que le damos al catalizador que permite a una persona cambiar de estado, licuarse, mezclarse con lo que hace y crear arte para los demás. El arte como energía que conmueve y nos conecta.
Digamos que si inspiración y talento no copulan la ausencia de arte puede producir la muerte del mundo, como decía Hesiodo. De todo aquello por lo que merece la pena vivir, de nuestra propia humanidad.

De este linde entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte es de donde nace el arte. Y no tiene explicación alguna. Y produce terror no saber cómo alguien se adentra en el Hades, como Orfeo, y regresa vivo para contarlo. Y sobre todo cual es la llave que permite a un mortal abrir y cerrar ese paso entre montañas.

Por eso lo más parecido para explicar a este proceso vibrador, pasional, ingobernable y profano, es decir: está enamorado.

La musa como partenaire artística

La “musa” es un juguete del entendimiento. Un instrumento de violencia simbólica dulce, innegable y eficaz. Que las musas existen es obvio, haberlas, haylas. Y existen porque inspirar a quien se admira puede ser no solo excepcional, sino orgásmico para la propia personalidad. Mientras no la destruya.

La “musa” es un estereotipo que desactiva socialmente el poder creador de la mujer concreta. Y la estruja y la exprime a ella y a su talento, sin posibilidad de otro reconocimiento que éste, hasta sus últimas consecuencias.

A lo largo de la historia del arte occidental, la musa seria no es una inspiradora puntual sino profesional. Posee cierta belleza, talento, inteligencia, fortaleza interior, paciencia y sensibilidad. En muchas ocasiones la musa es musa y artista en ciernes, hasta que deja de ser ambas cosas y fenece en la vindicación o el maridaje. Pero sobre todo la musa ama el arte y al artista que lo produce a través de él, espejo en el que por ende ella se reconoce.

Escapar de este rol categórico que tanto placer y displacer produce es para las mujeres reales, artistas generalmente hipotecadas, un esfuerzo sobrehumano, infinito, sisífico, que ha llevado a muchas de ellas a suicidarse en su vida y en su arte, es decir, a renunciar a su vida y a su carrera por humedecer el barro de otro creador. Es el caso de Elizabeth Siddal, Jeanne Hébuterne o más sangrantemente, Alma Mahler a quien su marido tenía prohibido componer, y Camille Claudel, una de las parejas de Rodin.

Las hijas de Mnemósine, la memoria, partenaires artísticas de grandes o pequeños hombres de carne y hueso, siempre y sin excepción son traicionadas por la memoria oficial que las presenta al mundo, pese a todo, como musas terrenales, meras herramientas al servicio de la estimulación del imaginario del otro.

Ese es el papel al que puede aspirar en la construcción social de la realidad, siempre que el otro no usurpe en vida la autoría de sus obras, como fuera el caso de Lucía Moholy, o que sus obras se desvanezcan misteriosamente tras su muerte como sucediera con las de Marianne von Werefkin y Artemisia Gentileschi, que inspirada por el odio utilizó el arte como terapia y venganza triunfal, pero eso es otra historia.

Las musas terrenales se han convertido así, cuando su presencia no era en exceso perturbadora, en objetos pretextuales para un arte creado desde la mirada masculina y dirigido a satisfacer, fundamentalmente, el goce escópico de otros hombres. Es decir, a complacer al menos a unos pocos aldeanos.

Es el caso de Simonetta Vespucci, musa oficial no sólo de Boticelli sino de buena parte del renacimiento italiano, de las amantes-mujeres de Picasso, Marie-Thérèse Walter, Dora Maar, Olga Koklova, de María Teresa López, la “mujer morena”, de Antoinette von Wattenwyl, la primera esposa de Balthus, ese pintor religioso de niñas puras, de Lee Miller, de Emilie Flöge, Adele Bloch-Bauer o Mizzi Zimmermann, habituales más o menos platónicas de Klimt. Ya lo decían las Guerrilla Girls, ¿por qué la mayoría de las mujeres en los museos están desnudas?

En este círculo vicioso la idea de la “musa” aglutina todos esos atributos que la hacen misteriosa, inalcanzable, telúrica, inexplicable, como el mismo acto creador. A mitad camino entre la diosa, la virgen, la madre y la mujer fatal, la musa reúne todos los estereotipos de la feminidad en uno. Y produce en la misma medida miedo y fascinación. Sobre todo cuando no es etérea, ni pasiva, como Simonetta o las prostitutas de Baudelaire, sino que está encarnada en una peligrosa artista que ama y es amada.

En una palabra: la musa terrenal es sobre todo socialmente temida. Y sobre ella se deposita el odio, la envidia y los celos de un público y unos colegas de profesión siempre excluidos de esa comunión. Voyeurs impotentes del resultado del delirio privado, místico y aurático que se produce en la presunta cópula triangular entre el arte, la musa y el artista inspirado.

Por eso los biógrafos suelen exhibir abiertamente toda su misoginia degradando a la musa. Raro es que las musas terrenales reciban muestras de agradecimiento.

El muso como artista y a veces, partenaire

Yo soy mujer, pinto, y creo en los musos de carne y hueso. Son hombres capaces de crear y estimular la creación ajena. Son inspiradores, ellos y su arte, o la mezcla real de ambos. En esto entra Eros. Pero históricamente los musos no existen y quizás por ello, porque no saben cómo comportarse, siempre están más a la altura de un postre de chocolate que de su homónima, la musa.

Las musas suelen alimentar, apoyar, animar. Los musos suelen aparecer y desaparecer. Incluso suelen comprometer la existencia de la artista. El arte que de esto se deriva nace ligado a la necesidad de entenderse a una misma, sería el caso de los diarios inéditos de Adèle Hugo, o de satisfacer de nuevo el goce masculino, de mantener el vínculo con el muso, que va y viene a placer importándole un pepino el bienestar mental de la artista y el desarrollo de su arte.

Así le pasó a Scherezade durante mil y una noches, a ‪Karen Blixen‬ con el cazador Denys Finch Hatton en África, a Dominique Aury mientras escribía “Historia de O”, a Marina Tsvietaieva carta tras carta a Rainer Maria Rilke, a Frida Kahlo cuando intentaba llamar la atención de Diego el sapo, incluso a “Irma la Douce” cuando estimulaba a golpe de relato la impotente imaginación de Lord X. Es decir, que tiene bastante que ver con el sadismo y el masoquismo, con la presencia y la ausencia, con el abandono y la completud, con lo que somos y con lo que nos falta. Con el sexo y la muerte.

De aquí se puede inferir un poco tramposamente que a lo largo de la historia el muso es como un padre esquivo, cariñoso pero con cosas más importantes qué hacer, y la musa como una madre-amante atenta. Vínculo de apego ambivalente frente a vínculo de apego seguro.

Y entonces el arte, ¿qué pinta aquí?

La cuestión es que el arte en este tipo de relaciones se convierte en un objeto mágico que propicia el encuentro. Las obras nacidas al albor de este entusiasmo son elementos rituales arrojados a la arena de la batalla afectivo-creativa. Fetiches intelectuales que conducen a un clímax pseudo-sexual en medio del fragor de un combate mortal y amoroso en el que la incertidumbre, la sugerencia, el desasosiego y el éxtasis siempre están presentes.

El arte es la forma en la que se comunican los artistas que se aman en él. Aparecen para el otro-la otra en el arte, se piensan en él, se satisfacen en él. Y eso engancha.
Siguiendo estos razonamientos el arte que se deriva del amparo de una musa no nace para satisfacerla a ella en primera instancia, sino al propio artista, a los colegas y a las exigencias de la profesión, típico de una identidad masculina construida de forma grupal.

Poco le importaba a Dante que Beatriz admirara sus obras, o a Dante Gabriel Rossetti que Lizzie se quedara pálida al verse pintada muerta una y otra vez. La idealización es un modo estratégico de aproximarse a la mujer real cuando el poder de esta sobre el acto creador, aterra. Los Surrealistas lograron ser maestros en esto, en cosificar e instrumentalizar el papel de la mujer concreta.

Así, enmarcado por las pautas del amor romántico heterosexual, podríamos generalizar diciendo que el arte inspirado por las musas se sitúa en el terreno de lo público, mientras que el arte inspirado por los musos, suele ahogarse en el terreno de lo confesional y lo privado. Y que esto redunda en el clásico y perverso sistema social atrapado en el binarismo de género, un feo asunto.

Y para finalizar, final feliz

Sin embargo, en ocasiones estas fronteras se revientan y ser musa se convierte en una digna profesión compatible con el éxito propio. Es el caso de Lou Andreas-Salomé. Mujeres excepcionales con la suficiente fortaleza interior, inventiva y aguante como para establecer relaciones en serie con uno o varios artistas necesitados de cuidado exterior, Nietzsche, Freud, Rilke…. Musas escritoras de memorias que nos han legado valiosos testimonios de este savoire faire, mujeres cuya mayor obra es sin duda el artista en sí.

En muchos casos la musa baja de las alturas y se convierte en pareja, esposa, del artista cruzando la más peligrosa de las fronteras, pasando del eter al domos. Es el caso de Gala, de Yoko Ono, de Zelda Fidgerald, Lee Krasner y Sofía Berhs, por ejemplo, que acabó transcribiendo las obras de Tolstoi tantas veces como hijos suyos parió, trece, que se sepa. De ninguna de ellas hemos oído hablar especialmente bien hasta que la historia contributiva feminista se ha hecho cargo de investigar su papel activo en la construcción del mito, un poquito más a fondo.

Y por fin están esas gloriosas excepciones como Marguerite Duras, Sidonie -Gabrielle Colette, Isabelle Eberhardt o Virginia Wolf, que supieron inspirarse de muso en muso y de musa en musa, sin quedar nunca atrapadas por el espejismo. Y por supuesto paladines de la causa del muso, aunque sea en la ficción, como el adorable Vizconde de Valmont pegado hasta la muerte a las suelas de la Condesa de Merteuil.

Tal vez, sentadas las bases para que cada cual adopte libremente el rol que mejor le convenga siendo plenamente consciente de ello, convenga acabar reflexionando si la idea de la musa-muso no será precisamente un fetiche freudiano, en la línea de lo que ya decía Colette:

“Es posible que con el deseo de pintar la flor, se inicie en el pintor, la tentación de lo imposible.”…” Sucede a los más grandes de entre ellos – a los más grandes solamente- escapar a la humildad, olvidar la obra maestra perfecta que les sirve de modelo, buscar en si mismo, la flor que no existe.”


TREMENTINA LUX
Diciembre de 2012

*Gracias a Ana Sospedra y Alfredo Ruíz por invitarme a escribir este texto para colaborar en el Llibret de la Associació Cultural Falla Plaça de Jesús con motivo del proyecto «Després de la desena musa». Gracias también a los autores/as de la edición por llevarla a cabo con tanta profesionalidad. La imagen que acompaña el texto lleva por titulo: «La Sombra, boceto para el origen de la pintura según Plinio el Viejo».

There are no comments published yet.

Deja un comentario

Translate »
A %d blogueros les gusta esto: