Quién soy y qué hago

Soy TREMENTINA LUX, soy artista plástica, teórica y práctica de la comunicación audiovisual y los estudios de género. Pinto, escribo, leo, locuto, diseño, fotografio, reflexiono y analizo. Todo esto, sobre todo, me hace evolucionar como profesional y como persona, me motiva y me divierte. Creo este contenido para ti, que me lees y para mí, que también me leo. Soy del mundo y vivo en Valencia.

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SICILY

TUTTO E NIENTE. SICILIA NIENTE

Es el camino que lleva al final. Al cementerio. Allí indica parcheggio, dice catacumba dei Cappuccini. El calor podría derretir a los muertos, solo aquí podría darse esto, la exhibición de los cuerpos sin que la muerte los separe. El sol. Fiori, leo, en un toldo verde. Cierro los ojos. Así es como escribo, como veo, a esa hora, las cuatro de la tarde, agosto, Palermo. Aparco. Ese hombre, que no estaba, está cuando abro los ojos, me echa su aliento por la ventanilla pide dos euros, no sé de donde ha salido, le doy uno, me señala los ojos, tengo dos, dice, para ver la máquina y yo no puedo mirarlo entero, tanto rato, es la fotofobia.

Camino, el suelo de piedra, irregular, la entrada, sombra, es confuso, me guía la indolencia. Dos, delante de mí, dos. Son salobres, el sexo los ha bronceado, italianos, hacen turismo de interior, vienen a conocerse hondo, se untan en la cola subrepticiamente, por debajo de la mesa de las limosnas. Están gozándose frente al capuchino que con su hábito blanco cobra por los muertos, por su mostración. Los vivos también se exhiben, los miro, miro su lubricidad ajena al camino que lleva al final.

Entro tras ellos, esos dos, hombre él, mujer ella, muy convertidos en eso, en su genitalidad. A él lo llamaremos Lorenzano a ella Rosamunda. Sus manos oscilan en las caderas del otro, en la espalda, resbalan por las vías de sal que el Jónico abrió en sus venas, sus risas inundan el eco de la gruta encalada, bajando, bajando, ¿Ti piace?

El calor ha cedido dentro, en las profundidades sin aire, la luz ya no es así, cegadora. Abro los ojos, veo mejor, poco a poco, hay escaleras, luz blanca de neón endeble, se acostumbra la pupila y el oído a la sordina y la penumbra, razones de la duda que procuran paz.

No fotos, leo esto en un cartel. Y entonces, la imagen: todos esos cadáveres palermitanos, ahí, clavados en las paredes con sus cráneos torcidos por el clavo. Son muchos, dicen, más de ocho mil. Están secos, abiertas y oscuras sus cuencas orbitarias y sus bocas, como se abren las ventanas en las noches de verano. Mirándote y hablándote como te miran los vecinos desde ese otro mundo privado, secreto, en lo alto, mundo intestino al que no puedes acceder.

Están vestidos, eso queda, sus harapos de terciopelo, de raso, de organza, de rica seda. En sus manos guantes, en sus dedos no hay dedos sino amasijos de cordel. En sus tripas esparto, seres enrollados en la ropa que constriñe y sujeta su esqueleto algo ondulado por la rabia, rabia de morir.

Se ondulan todos anárquicamente, un pie cae sobre un cadáver, un cadáver sobre otro, no se tocan, bailan su baile de noche y al alba, posan de nuevo, quietos, quietos, quietos, atrapados en su lo que fueron, en la ropa con la que los amortajaron. Pienso en ello, en el pantalón ceñido que Lorenzano lleva esta tarde, en el bikini que Rosamunda se pondrá mañana, tan guapa en la spiaggia de Sampieri, tal vez sea su mortaja. Miro eso que veo, los miles de muertos momificados ahí, obscenos, en Palermo. Miro sin creer. Verlo creyendo no es posible. Solo es posible la abstracción.

Hay tantos como vivos en un concierto, como vivos en una playa siciliana, como vivos en las calles adoquinadas, en las tiendas de souvenirs, en la barra de los festivales, en la cola de las entradas, en las piscinas, en la agenda del movil, hay tantos…

Rosamunda está lamiendo un gelato en la sección de hombres. Lo mordisquea mirando a Lorenzano que la mordisquea a ella. Y se siente el hambre, un alarido quieto de hambre entre las tumbas. Yo, que los sigo de lejos, siento en los tobillos un remolino de humedad que agita los anaqueles y se les acerca, un ascenso polvoriento de miasmas que anhela posesión, y se escucha algo, un sollozo largo, quizás a los bebés corruptos envidiar esa lengua, carnosa aún, que lame la gota que se derrite. Pero es la carne lo que quieren, de lo que tienen hambre, una horrible envidia de la carne de Rosamunda, pulida, bronceada, prieta, húmeda, joven, de su lengua y de sus globos oculares, brillantes y sagaces, aún en movimiento.

Lorenzano y Rosamunda van desencajando bocas a su paso, pisan las losas con su alegría informe, atraviesan la sección de los profesionales, la de los sacerdotes, la de los infantes. Llegan entonces ahí, a la sección de las vírgenes. Y se paran, en el centro, arrimados a la reja. Vergine, dice él, jocoso, incrédulo. Callan por un instante, ella da un paso hacia delante, asoma la cabeza entre los barrotes, aspira, las observa y le devuelve una mueca a Lorenzano. Ahí, estupefactas, colgadas y ridículas están en ese altar inmundo mujeres de antaño carne que no conocieron carne. Muertas con el himen intacto, clavadas con sus respetables vestidos blancos de organza y sus diademas de nácar, con ese letrero impúdico que las taxonomiza, vergine.

Lorenzano repite, vergine, susurra, vergine… Con malicia su mano se desliza por el lomo de Rosamunda, por debajo de la minifalda, buscándole la organza y debe de encontrarla, porque Rosamunda gime, cierra los ojos, introduce más y más las mejillas entre los barrotes y se abandona, ondula su cuello, como clavada de placer en esa sala. Inmortal. Y ellas, las vírgenes, la miran, no sabría decir como, pero la miran, víctimas de su carne vacía, de sus pechos de esparto y su vagina de cuerda, apretadas al fin por los dedos diestros del embalsamador. Sí, la miran, y me voy, es el precio de la mirada.

Fuera el capuchino recoge los souvenirs, guarda hasta mañana las fotos autorizadas de lo que hay dentro, de la nada. Abulta tanto la nada ahí…Cierran. Les pido fuego, a Rosamunda, a Lorenzano, en el parcheggio, al sol que se apoya sobre nosotros. Ella se busca el mechero en la cintura, entre la falda y la piel, no lleva bolsillos, no lo encuentra, se toca la pelvis, se toca, se toca más, cae arena al suelo, también cal, también deseo. Lorenzano sonríe y en su mano juguetea el fuego, vergine, me dice, vergine, me susurra y me ofrece la vasta llama, todavía caliente, sí.

Solo quien no conoce la muerte puede perder el tiempo buscando la decepción.

SICILIA 2010
TREMENTINA LUX

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